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Vida de San Benito

Escrita por San Gregorio Magno

Versión: Luis José Fernández

Hubo un hombre cuya vida era respetable, llamado por gracia Benito, que mostró la sabiduría de un anciano desde su infancia. Esto lo digo porque siempre sus acciones estuvieron adelantadas a su edad, sin entregarse a placeres sensuales, más bien disfrutando en esta tierra con libertad de todo lo temporal, siendo así que despreció las flores que el mundo le ofrecía, como si se tratara de un ramo marchito.

Nacido en medio de una familia libre, en la región de Nursia, fue enviado a cursar algunos estudios de ciencias liberales, en Roma. Estando ahí, pudo ver como muchos preferían transitar los caminos sombríos del vicio, y decidió retirar su pie, que apenas pisaba el umbral del mundo, de estos senderos, con el temor de que, obteniendo el saber mundano, cayera él también en ese horrible precipicio.

Hizo un manifiesto desprecio del estudio de las letras y abandonó, igualmente, su casa y los bienes de su padre. Entonces, con el único deseo de agradar a Dios, vistió el hábito de la vida monástica y se retiró sabiamente ignorante y prudentemente inculto.

Aunque no conozco todos los hechos que acontecieron en su vida, lo que narraré aquí será por las referencias de cuatro discípulos suyos. Estos son: Constantino, venerabilísimo varón, quien fuera su sucesor en el gobierno del monasterio. Valentiniano, quien por espacio de muchos años gobernara el monasterio de Letrán. Simplicio, tercer superior de la comunidad donde él residiera, y Honorato, quien aún gobierna el cenobio donde Benito viviera primero.

CAPÍTULO I

El tamiz roto y luego reparado

Habiendo dejado a un lado los estudios de las letras, se retiró al desierto, tal cual era su propósito, estando tan solo acompañado por su cuidadora, quien lo amaba con ternura. Ambos llegaron a un lugar cuyo nombre era Enfide[1], en donde fueron sostenidos por la caridad de muchos hombres honrados, quedándose a vivir muy próximos a la iglesia de San Pedro.

En una ocasión, la cuidadora de Benito, pidió a las vecinas en préstamo un tamiz para limpiar los granos de trigo. En un descuido, lo dejó sobre la mesa y, de alguna manera, se quebró quedando dividido en dos pedazos. Cuando regresó la mujer, comenzó a llorar con desconsuelo al mirar el tamiz prestado completamente roto. Benito, viendo a su niñera llorar, como era un joven piadoso y compasivo, tomó los pedazos del tamiz y se puso a orar con lágrimas en los ojos. Al concluir la oración, encontró que el tamiz estaba entero y que, incluso, no había señal alguna de ruptura. Llegando a donde estaba su nodriza, le entregó en una pieza el tamiz que antes había estado roto.

El hecho se conoció por toda la región, y causó tal admiración que los habitantes del lugar colgaron el tamiz en la entrada de la iglesia, para que aquellos que ya estaban y los que llegaran conocieran que el comienzo de la vida como monje de Benito había sido con gran perfección, y durante muchos años todo el que llegaba podía ver el tamiz colgado, puesto que estuvo sobre la puerta de la iglesia hasta los tiempos de la invasión de los lombardos.[2]

No obstante, Benito, deseoso de sufrir más los desprecios del mundo que de ser alabado por éste, además de querer fatigarse trabajando por Dios y no verse ensalzado con las facilidades de esta vida, huyó en secreto, sin decir nada a su cuidadora, y se retiró a un lugar solitario que se llama Subiaco, que dista de la ciudad de Roma unas 40 millas. Este lugar posee aguas frescas y claras que se recogen primero en un gran lago y que luego salen formando un río.

Cuando iba de huida hacia este lugar, un monje de nombre Román se cruzó en su camino y le preguntó hacia dónde se dirigía. Cuando supo del propósito de aquél, prefirió guardarle el secreto y le animó a llevarlo a término, le confirió el hábito monástico y le ayudó en todo lo que pudo.

El hombre de Dios[3], habiendo llegado a aquel lugar, se refugió en una pequeñísima cueva en donde permaneció por tres años al menos, ignorado por todos excepto del monje Román que vivía no muy lejos de allí en un monasterio que seguía la regla del abad Adeodato. En algunas ocasiones, y hurtando piadosamente a su abad algunas horas, llevaba a Benito algo del pan que había guardado, sin decir nada, de su propia comida.

Desde el monasterio del monje Román no había un camino para llegar hasta la cueva, porque ésta se encontraba debajo de una gran peña en forma de saliente. Para hacer llegar la comida, Román hacía descender desde encima de la roca el pan, sujeto por una cuerda muy larga y con una campanilla, para que el hombre de Dios, al escuchar el tintineo, supiera que le había sido bajado el pan y saliera a recogerlo.

En estas acciones, el antiguo enemigo[4], que no soportaba la caridad de uno y la recepción de la comida del otro, un día, al ver que bajaba el pan, lanzó una piedra rompiendo la campanilla. Esto no fue motivo para que Román dejara de ayudar a Benito con otros medios. Esto ocurrió hasta que Dios todopoderoso decidió que Román debía descansar de su labor y que la vida de Benito debía ser conocida para que sirviera de ejemplo para otros hombres. Por eso, puso la luz sobre el candelero para que brillara e iluminara a todos los que se encontraban en la casa de Dios.

Lejos de la cueva, vivía un sacerdote que había preparado una gran comida para la fiesta de Pascua. El Señor se le apareció y le dijo: «Tú preparas cosas deliciosas para ti y mi siervo en aquel lugar está sufriendo hambre».

De inmediato, el sacerdote se alistó y durante el día de la celebración de la solemnidad de la Pascua, cogió los alimentos que había preparado para sí y se fue al lugar que le había sido indicado. Buscó incesante al hombre de Dios a través de bosques y valles profundos, y por escarpados riscos de aquella tierra, hasta que dio con él escondido en su cueva. Ambos se pusieron a orar, alabaron a Dios todopoderoso y se sentaron. Después de agradables conversaciones espirituales, el sacerdote dijo: «¡Comamos!, que hoy es Pascua», a lo que el hombre de Dios respondió: «Sí, hoy para mí es Pascua, porque he sido digno de verte». Y es que Benito, alejado de todos, ignoraba que, efectivamente, aquel día era la solemnidad pascual.

El buen sacerdote, insistió diciendo: «Confía: Hoy es el día de Pascua de Resurrección del Señor. No debes ayunar, puesto que estoy aquí enviado para que compartamos los dones del Señor». Ambos bendijeron a Dios y comieron. Acabada la comida y luego de la conversación, el sacerdote retornó a su iglesia.

En otra ocasión, unos pastores le encontraron oculto en su cueva. Espiándole por entre la vegetación, vieron su vestido de piel y creyeron que era alguna fiera. Pero, al momento, se dieron cuenta de que era un siervo de Dios, y entonces muchos de ellos dejaron su instinto violento cambiándolo por la dulzura y la piedad. El nombre de Benito se dio a conocer por las aldeas cercanas y comenzó a ser visitado por muchas personas que recibían, de su boca, el alimento espiritual para sus almas, a cambio del alimento corporal que le llevaban.

CAPÍTULO II

Cómo venció una tentación de la carne

Un día en el que se encontraba solo, se presentó el tentador. Una pequeña ave de color negro, que vulgarmente llaman mirlo, revoloteaba muy cerca de su rostro, tanto que si hubiera querido la hubiera podido atrapar con la mano el santo hombre. Al instante, hizo la señal de la cruz y el ave se alejó. En ese momento, le atacó una tentación carnal muy violenta, como nunca la había experimentado el santo hombre. El maligno espíritu mostró a los ojos de su alma a cierta mujer que él había visto anteriormente, y el recuerdo de la hermosura de aquélla inflamó el ánimo del siervo de Dios de tal forma que ya no cabía en su pecho la llama del amor.

Pero, la gracia divina le tocó rápidamente y éste volvió de su ensoñación, y viendo un matorral de zarzas y ortigas que crecía muy cerca, se desnudó y se echó sobre las espinas que parecían aguijones y sobre las punzantes ortigas. Luego de revolcarse un largo rato en ellas, se levantó con el cuerpo totalmente herido. De esta forma, por las heridas del cuerpo curó las heridas del alma, porque pudo mudar el placer en dolor, y todo el ardor que sentía por fuera extinguió el fuego que de manera ilícita le quemaba el interior. Así fue vencido el pecado, cambiando la llama.

Desde aquel día, según él mismo contaba a sus discípulos, la tentación carnal quedó tan disminuida en él, que jamás volvió a sentir algo parecido. Muchos comenzaron, luego de este suceso, a abandonar el mundo para ponerse bajo su dirección, puesto que su liberación de la engañosa tentación dio razones para ser tenido como maestro de virtudes. [Por esto, Moisés da órdenes para que los Levitas sirvan en el templo después de haber cumplido los 25 años, pero sólo después de haber cumplido los 50 les será permitido custodiar los vasos sagrados.][5]

PEDRO: Puedo comprender parte de lo que quiere decir aquello que expones, te pido, sin embargo, que lo aclares de mejor manera.

GREGORIO: Evidentemente, Pedro, las tentaciones carnales se manifiestan con mayor fuerza durante la juventud, pero, el calor del cuerpo llega a enfriarse después de cumplidos los cincuenta años de edad. Al hablar de los vasos sagrados se refiere a las almas de los fieles. Es por ello que las personas elegidas, mientras sientan tentaciones, se sometan a trabajos o servicios que los fatiguen, no obstante, cuando el alma esté aquietada por la edad y el fuego de las tentaciones haya cedido, entonces sí custodien los vasos sagrados, porque en adelante serán los maestros espirituales.

PEDRO: Estoy complacido con lo que dices. Te pido, que sigas contando la vida del justo Benito, luego de tener claro el sentido oculto del pasaje bíblico anterior.


[1] Enfide se identifica, modernamente y por tradición, con la ciudad de Affile, una localidad que pertenece a la provincia de Roma, ubicada hacia el Este, a unos 50 km de ésta, en la región de Lazio.

[2] San Gregorio hace alusión a la invasión de los lombardos al mando de Alboino, en la segunda mitad del siglo VI.

[3] El autor gusta mucho de colocar ciertos títulos a los protagonistas de la biografía y otros personajes. Algunos se han mantenido tal cual la traducción más aceptada.

[4] Se mantiene el título original dado al diablo de antiguo enemigo, muy utilizado en la Edad Media.

[5] El texto no parece continuar la idea anterior. Puede asumirse que San Gregorio quiere hacer una analogía con el hecho de que la edad es importante en cuanto a experiencia y sabiduría. Es lo que intenta ser explicado en el diálogo que continúa.